De un brusco empellón los dos acabaron de rodillas y sin vendas, entre murmullos de aprobación. De forma rectangular, el suelo en recuadros adamados, blanco marfil y negro obsidiana. Cristalino e inmaculado, asemejaba la nave central de una iglesia gótica.
En el techo, Moriarty observó el lucernario esmeralda que mostraba un entramado tejido en plomo y piedras preciosas de toque.
Allí se describían escenas del Antiguo Egipto: Un faraón de la primera dinastía tensando un arco, los dos cetros del Imperio en su cabeza, un ibis con cuerpo humano señalando el nacimiento del río Nilo, y algo nada habitual, un ejército de encapuchados con la misma máscara de los que, como pudo comprobar más tarde, allí estaban presentes.
Moriarty, en un giro lento de 180 grados de sus ojos, comenzó a acostumbrarse a la oscuridad. A su lado izquierdo seis figuras encapuchadas, portaban entre sus manos el mismo arco que el faraón del lucernario.
No fijaban su mirada en los invitados, sino que su punto fijo eran los otros seis encapuchados del lado derecho. Estos sin embargo, no portaban objeto alguno, eso sí, sus manos se entrelazaban de derecha a izquierda entre ellos.
Frente a Moriarty y Carmine se alzaba un altar en el que solo reposaba un humilde cáliz. Allí se encontraba también la figura que ellos, en un momento dado, sintieron alzarse del sillón.
Con un golpe de mazo sobre un pequeño tablero de madera, alzó la voz y dijo: “¡¡Acercaos!!“
Desde España: José María Agüeros es abogado, trader y amante del arte.
En su faceta de escritor vocacional, cada lunes nos deleita con un nuevo capítulo de la apasionante trama de Essaouira, La Orden del Ibis Negro.